La poesía de Antonia Pozzi es como el agua que fluye sin esfuerzo, pero es también un lago quieto y profundo; un espejo inmaculado, en el que las estrellas bajan a reflejarse y a encender la conciencia. Y es quizá el sendero que avanza junto a las flores y bajo los árboles: el sendero sin destino, porque el camino es el símbolo. Evocadoramente nítidos aparecen en ellos los paisajes con los que se funde la personalidad de la poeta, y con los que dialoga en su introspectiva búsqueda del sentido de la vida y del sentido —o la aceptación— de la tristeza. Y sobre todo los atraviesa el amor: un amor inmenso, punzante, capaz de transformarlo todo y de aunar la fugacidad de los momentos felices y el deseo de eternidad; un amor que con sorprendente templanza acerca la vida y la muerte.
La poesía de Antonia Pozzi es como el agua que fluye sin esfuerzo, pero es también un lago quieto y profundo; un espejo inmaculado, en el que las estrellas bajan a reflejarse y a encender la conciencia. Y es quizá el sendero que avanza junto a las flores y bajo los árboles: el sendero sin destino, porque el camino es el símbolo. Evocadoramente nítidos aparecen en ellos los paisajes con los que se funde la personalidad de la poeta, y con los que dialoga en su introspectiva búsqueda del sentido de la vida y del sentido —o la aceptación— de la tristeza. Y sobre todo los atraviesa el amor: un amor inmenso, punzante, capaz de transformarlo todo y de aunar la fugacidad de los momentos felices y el deseo de eternidad; un amor que con sorprendente templanza acerca la vida y la muerte.