No hay razones para confiar en una antología, esto es, creer que sea necesaria. Tampoco para desconfiar, a priori, pese a la evanescencia de la mayoría de las antologías que se hicieron. En el supuesto caso de que una antología represente a una generación, los miembros de esa generación serán los últimos en saberlo. La última gauchada no presenta un conjunto armónico de textos, ni apuesta a una bienintencionada homogeneidad. Según el criterio que Gonzalo León expone en el prólogo, las ocho voces disímiles están alojadas en este libro porque un criterio de entomólogo en la selección -y no la mirada vanidosamente objetiva de un tutor-, las ha convocado para exorcizar fantasmas gauchescos. Podría haber más o menos escritores. Más o menos hombres. Lo cierto es que la totalidad es atonal y así pueden convivir, en un mismo hotel de paso, en el desierto pampeano y en cuartos separados, como vecinos que a la vez mantienen entre sí una relación amigable de extranjeridad, los textos
de Selva Almada con los de Pablo Katchadjian; el de Matías Capelli con el de Leandro Ávalos Blacha y el de María Sonia Cristoff, el de Hernán Ronsino con el de Ariel Idez y Federico Levin. Quizás sólo así puedan relacionarse ocho autores, ocho pares, ocho hermanos: a través de un noveno, un antologador que planeó la coreografía de una última gauchada para traficar una selección necesaria, nada más y nada menos que del otro lado de la cordillera. Ambas orillas convencidas de que en este favor no hay contingencia ni complicidad, sino literatura impar.
No hay razones para confiar en una antología, esto es, creer que sea necesaria. Tampoco para desconfiar, a priori, pese a la evanescencia de la mayoría de las antologías que se hicieron. En el supuesto caso de que una antología represente a una generación, los miembros de esa generación serán los últimos en saberlo. La última gauchada no presenta un conjunto armónico de textos, ni apuesta a una bienintencionada homogeneidad. Según el criterio que Gonzalo León expone en el prólogo, las ocho voces disímiles están alojadas en este libro porque un criterio de entomólogo en la selección -y no la mirada vanidosamente objetiva de un tutor-, las ha convocado para exorcizar fantasmas gauchescos. Podría haber más o menos escritores. Más o menos hombres. Lo cierto es que la totalidad es atonal y así pueden convivir, en un mismo hotel de paso, en el desierto pampeano y en cuartos separados, como vecinos que a la vez mantienen entre sí una relación amigable de extranjeridad, los textos
de Selva Almada con los de Pablo Katchadjian; el de Matías Capelli con el de Leandro Ávalos Blacha y el de María Sonia Cristoff, el de Hernán Ronsino con el de Ariel Idez y Federico Levin. Quizás sólo así puedan relacionarse ocho autores, ocho pares, ocho hermanos: a través de un noveno, un antologador que planeó la coreografía de una última gauchada para traficar una selección necesaria, nada más y nada menos que del otro lado de la cordillera. Ambas orillas convencidas de que en este favor no hay contingencia ni complicidad, sino literatura impar.