Escribí “Noche en Opwijk“ en una capital europea de segunda línea, una de esas ciudades-pañuelo que la proa del tren ya ha dejado atrás cuando la amenaza jovial del guarda recién hace vibrar la popa aletargada en la que uno viaja. El cuento -"un testimonio de su experiencia en la ciudad, por favor"- fue la única contraprestación solicitada -con los modales irreprochables de siempre- por los responsables de la residencia para artistas que me habían invitado. Fue escrito, pues, en esa condición un poco límbica, puro desapego y aventura, que es la del "escritor en residencia", en un departamento céntrico que pagaban otros, bendecido por un estipendio generoso y el privilegio, casi el milagro, de no tener que hablar con nadie durante la mayor parte del día. En los '80 eran las becas; los escritores –ciertos escritores, en especial los que manejaban con destreza la secreta guía Michelin de las universidades norteamericanas- vivían bastante agradablemente saltando de campus en campus, exhibiéndose como mascotas de un sistema educativo ávido por pavonear "creatividad". Ahora la cosa son las residencias para escritores, rubro más geriátrico pero también menos elitista. Todos los escritores pueden acceder ya a esa brochette de paréntesis que resuelve todos los dramas del escritor -dinero, tiempo, las intercepciones de la familia y la vida cotidiana- y lo enfrenta con el único imperativo para el que acaso carezca de antídoto -¡escriba!-, que los evolucionados cerebros de estas mezclas de reality show y grupo de autoayuda ya saben que deben formular, en caso de que se animen a formularlo, con extrema prudencia. Porque ¿cómo escribir cuando no hay coartada, queja ni pretexto que valgan, cuando no hay más remedio que escribir? ¿Cómo escribir cuando una combinación de filántropo naïf y de psicópata nos sirve en bandeja todo lo que siempre dijimos necesitar para escribir y nos deja a solas, como Robinson en su isla, con el deseo feroz, la supuesta pulsión que siempre acusamos al mundo de forzarnos a posponer? Algunos escritores reaccionan con pragmatismo y van y escriben. Escriben hasta por los codos, y cuando vuelven -con dos novelas listas y dos en camino- no hacen más que hablar de lo que comieron, vieron, conocieron. De lo que escribieron, ni una palabra. Otros, más tortuosos, luchan cuerpo a cuerpo con la nostalgia de la privación y su reverso, la angustia del deseo realizado, y se vuelven con una libretita cargada de forcejeos brillantes. Otros, modestos o impostores, aprovechan esos trances en que la única salida es escribir para asomarse a un vértigo delicioso, el único temblor que quizá valga la pena: dejar de escribir de una vez por todas.
Escribí “Noche en Opwijk“ en una capital europea de segunda línea, una de esas ciudades-pañuelo que la proa del tren ya ha dejado atrás cuando la amenaza jovial del guarda recién hace vibrar la popa aletargada en la que uno viaja. El cuento -"un testimonio de su experiencia en la ciudad, por favor"- fue la única contraprestación solicitada -con los modales irreprochables de siempre- por los responsables de la residencia para artistas que me habían invitado. Fue escrito, pues, en esa condición un poco límbica, puro desapego y aventura, que es la del "escritor en residencia", en un departamento céntrico que pagaban otros, bendecido por un estipendio generoso y el privilegio, casi el milagro, de no tener que hablar con nadie durante la mayor parte del día. En los '80 eran las becas; los escritores –ciertos escritores, en especial los que manejaban con destreza la secreta guía Michelin de las universidades norteamericanas- vivían bastante agradablemente saltando de campus en campus, exhibiéndose como mascotas de un sistema educativo ávido por pavonear "creatividad". Ahora la cosa son las residencias para escritores, rubro más geriátrico pero también menos elitista. Todos los escritores pueden acceder ya a esa brochette de paréntesis que resuelve todos los dramas del escritor -dinero, tiempo, las intercepciones de la familia y la vida cotidiana- y lo enfrenta con el único imperativo para el que acaso carezca de antídoto -¡escriba!-, que los evolucionados cerebros de estas mezclas de reality show y grupo de autoayuda ya saben que deben formular, en caso de que se animen a formularlo, con extrema prudencia. Porque ¿cómo escribir cuando no hay coartada, queja ni pretexto que valgan, cuando no hay más remedio que escribir? ¿Cómo escribir cuando una combinación de filántropo naïf y de psicópata nos sirve en bandeja todo lo que siempre dijimos necesitar para escribir y nos deja a solas, como Robinson en su isla, con el deseo feroz, la supuesta pulsión que siempre acusamos al mundo de forzarnos a posponer? Algunos escritores reaccionan con pragmatismo y van y escriben. Escriben hasta por los codos, y cuando vuelven -con dos novelas listas y dos en camino- no hacen más que hablar de lo que comieron, vieron, conocieron. De lo que escribieron, ni una palabra. Otros, más tortuosos, luchan cuerpo a cuerpo con la nostalgia de la privación y su reverso, la angustia del deseo realizado, y se vuelven con una libretita cargada de forcejeos brillantes. Otros, modestos o impostores, aprovechan esos trances en que la única salida es escribir para asomarse a un vértigo delicioso, el único temblor que quizá valga la pena: dejar de escribir de una vez por todas.