“Yo soy el que dibuja mariposas en las puertas del regimiento. Para que el coronel jefe de guarnición caiga a la cama con neurosis y lo envíen a una clínica siquiátrica, y para que el papi las vea y se horrorice Y coleccione fotos de francesas desnudas. Unas rubias y delgadas francesas que parecen guindas en almíbar. Guardo las fotos para masturbarme en la tarde, la noche y el año entero, aunque a mi mami no le guste. Son supremas las sucias francesas”.
Esta declaración de principios abre “Niño feo”, del escritor chileno Yuri Pérez, que retrata, a modo de singular crónica autobiográfica, la vida de un personaje ex-céntrico, que recorre el camino de su existencia marginado por padres que lo ignoran, mujeres ausentes y una feroz autoconciencia de su propia extrañeza. Con una prosa que navega entre la inocencia indolente y crítica de un niño que se reconoce fuera de lugar, y una rebeldía vetusta que conserva hasta el final de sus días, “Niño feo” explora con dolorosa inclemencia la vida de un ser que crece al arbitrio de la soledad y la poesía, soñando con ser Ezra Pound mientras levanta una biblioteca en el baño de su casa.
La novela se estructura sobre tres capítulos, cada uno de ellos marcados por el nombre de una mujer. El primero, “Susanne”, registra la infancia del narrador, un niño sistemáticamente obviado por un padre indolente y una madre incapaz y sin voluntad de comprender a este hijo que da rienda suelta a una sexualidad fantasiosa, que filosofa sobre sus propias plagas y excrecencias y que cita a los poetas como si fueran sus héroes de infancia. Susanne es la modelo francesa desnuda que el niño conserva en una fotografía de 1998: “A Susanne le gusta el fado. Le gusta el fado y sacarse la ropa”, reflexiona el protagonista, quien articula la forma que adquirirá su sexualidad sobre la imagen de esta mujer lasciva, fugaz e inalcanzable.
En “Rebeca”, el segundo capítulo de la novela, el niño, ya adolescente, toma conciencia plena de su propia extrañeza a partir del encuentro con una mujer mayor que él, que no lee poesía y que expresa un inesperado afecto hacia él . A ella, a Rebeca, le escribirá un libro. E intentará amarla para escapar del designio: “Un poeta está condenado a morir y vivir viejo, abandonado”.
“Antonia”, su nieta, quien da nombre al tercer y último capítulo de la novela, representa el amor más puro e inalcanzable en la vida de este hombre ya anciano, que se enfrenta a la muerte y a la profecía autocumplida del abandono. Refugiado en una casa de campo, fustigado por los fantasmas del libro que quiso y nunca pudo escribir, el poeta ha decidido arrancarse los ojos, en un gesto metafórico y terminal. Quiere “dejar ahí los agujeros para que por ellos entre el viento y el olor agrio de los pozos. Para que esos huecos sean el vaso de aire que beberé el próximo invierno, cuando tampoco estén conmigo los que amo y los que deseo que me amen. Matarme –concluye el narrador- sería demasiado fácil”.
“Yo soy el que dibuja mariposas en las puertas del regimiento. Para que el coronel jefe de guarnición caiga a la cama con neurosis y lo envíen a una clínica siquiátrica, y para que el papi las vea y se horrorice Y coleccione fotos de francesas desnudas. Unas rubias y delgadas francesas que parecen guindas en almíbar. Guardo las fotos para masturbarme en la tarde, la noche y el año entero, aunque a mi mami no le guste. Son supremas las sucias francesas”.
Esta declaración de principios abre “Niño feo”, del escritor chileno Yuri Pérez, que retrata, a modo de singular crónica autobiográfica, la vida de un personaje ex-céntrico, que recorre el camino de su existencia marginado por padres que lo ignoran, mujeres ausentes y una feroz autoconciencia de su propia extrañeza. Con una prosa que navega entre la inocencia indolente y crítica de un niño que se reconoce fuera de lugar, y una rebeldía vetusta que conserva hasta el final de sus días, “Niño feo” explora con dolorosa inclemencia la vida de un ser que crece al arbitrio de la soledad y la poesía, soñando con ser Ezra Pound mientras levanta una biblioteca en el baño de su casa.
La novela se estructura sobre tres capítulos, cada uno de ellos marcados por el nombre de una mujer. El primero, “Susanne”, registra la infancia del narrador, un niño sistemáticamente obviado por un padre indolente y una madre incapaz y sin voluntad de comprender a este hijo que da rienda suelta a una sexualidad fantasiosa, que filosofa sobre sus propias plagas y excrecencias y que cita a los poetas como si fueran sus héroes de infancia. Susanne es la modelo francesa desnuda que el niño conserva en una fotografía de 1998: “A Susanne le gusta el fado. Le gusta el fado y sacarse la ropa”, reflexiona el protagonista, quien articula la forma que adquirirá su sexualidad sobre la imagen de esta mujer lasciva, fugaz e inalcanzable.
En “Rebeca”, el segundo capítulo de la novela, el niño, ya adolescente, toma conciencia plena de su propia extrañeza a partir del encuentro con una mujer mayor que él, que no lee poesía y que expresa un inesperado afecto hacia él . A ella, a Rebeca, le escribirá un libro. E intentará amarla para escapar del designio: “Un poeta está condenado a morir y vivir viejo, abandonado”.
“Antonia”, su nieta, quien da nombre al tercer y último capítulo de la novela, representa el amor más puro e inalcanzable en la vida de este hombre ya anciano, que se enfrenta a la muerte y a la profecía autocumplida del abandono. Refugiado en una casa de campo, fustigado por los fantasmas del libro que quiso y nunca pudo escribir, el poeta ha decidido arrancarse los ojos, en un gesto metafórico y terminal. Quiere “dejar ahí los agujeros para que por ellos entre el viento y el olor agrio de los pozos. Para que esos huecos sean el vaso de aire que beberé el próximo invierno, cuando tampoco estén conmigo los que amo y los que deseo que me amen. Matarme –concluye el narrador- sería demasiado fácil”.